Entre juegos y oficios: infancia de Giancarlo Macchi en Barranquilla (cuarta parte)




(CONTINUACIÓN de la crónica escrita por Giancarlo Macchi que reproduzco en estos posts: anterior a este hay otros tres)

Estaba establecido por ese código económico que el producto obtenido era usufructuado por "il Signore" quien hacía uso de su posición privilegiada para imponer su voluntad a ese grupo de personas que evidentemente se encontraba sometido a una condición inhumana sólo comparable con la esclavitud en su máxima expresión de crueldad, en una época en que la mecanización todavía no había llegado al campo, de modo que las mejores tierras eran entregadas por sus propietarios a familias preferentemente con numerosos hijos, aquellas que tenían mujeres entre sus hijos aceleraban sus matrimonios para que sus esposos integraran su mano de obra en los cuidados de la tierra.
A la familia de mi madre entonces le preocupaba, sin sentimentalismos ni retóricas, como lo explica el Premio Nobel de Literatura José Saramago, "proteger su pan de cada día con la naturalidad de quien para mantener la vida no aprendió a pensar mucho mas de lo indispensable" .
Aquella casa semicampestre que habitábamos en terrenos de la Marysol, con sus anjeos, sus pisos de baldosas de cemento y sus anchos ventanales de madera siempre abiertos a los vientos del río, era una construcción sencilla, con tres alcobas y una cocina, rodeada por la naturaleza de manera que no tenía ni frente ni fondo, contrastaba, y de qué manera, con la casa del "potere", de estilo románico de las épocas del oscurantismo, piedra sobre piedra, sin ningún tipo de ornamentación, ventanas pequeñas y sin vidrios y sin sistema sanitario ni eléctrico. Había sido concebida para la producción, de manera que en el primer piso estaban los depósitos de las herramientas y los establos para dos bueyes que acompañaban las labores del arado y una vaca de la cual tenían el privilegio de tomar, para su beneficio, un litro de leche a la semana. En el segundo  nivel un comedor y dos cuartos servían para acomodar a sus moradores, no me cabe en la mente cómo 25 personas podían dormir en ellos, lo que si me trae al recuerdo es la hermosa visión del cielo raso tupido por alambradas de las que colgaban en invierno los frutos secados al sol: tomates, pimentones, higos, manzanas, uvas, ciruelas, mazorcas de maíz y, decorando las paredes, las tinajas repletas de aceitunas, aceite de oliva, granos, castañas, vinos, y otros productos resultados del sudor de la frente de todos, absolutamente todos, los integrantes de aquella familia, hombres, mujeres y niños.

De ahí que me fuera tan útil, en mi experiencia barranquillera, entablar amistad con Eraclio de La Hoz, un tubareño de raza mocaná, del cuerpo de vigilancia de Marisol, a quien le fue concedido permiso para organizar una roza. Si mis padres transmitieron en mí los rudimentos de la agricultura en Europa, con el señor De la Hoz aprendí la relación que cada hombre debe tener con la naturaleza, muy propia del nativo americano, así me relacioné con la siembra y cosecha de yuca, millo, maíz y guandú, me enseñó cómo armar las trampas para cazar animales y a ser diestro en el manejo del machete, todo en ese cuadrante de tierra en forma de manzana copiada del paraíso terrenal.
En contraposición a esta relación con el mundo agrícola, tres veces por semana yo visitaba al señor Guido Schwartz, con quien, durante una hora, escuchaba música de Chopin, Bach, Mozart y Beethoven, era la respuesta a la música popular que se oía por San Pachito; fue él quien me introdujo en los fascinantes escenarios que formaban parte del mundo de los obreros encargados del funcionamiento de los telares de la Fábrica todo un grupo de especialistas integrado por carpinteros, torneros y electricistas responsables del mantenimiento en los talleres de la empresa, a quienes frecuentaba dos veces por semana después de mi jornada en el colegio Biffi; llegué a manejar como todo un experto la soldadura, el torno y las herramientas de ebanistería, de manera que, a los 12 años, la empresa me cancelaba, en compensación a mi productividad, la suma de 20 pesos, una fortuna para un jovenzuelo.
Los fines de semana y los dias de fiesta yo me integraba al barrio san Pachito.
Eran épocas de juegos sencillos: el trompo, la bola de uñita, el juego de la chequita, la carrucha, la bola de trapo, volar cometas y cazar lobitos, practicarlos era el común de los niños en la calle, el estadio mas hermoso de los recuerdos. Allí era conocido como "Gianco" y aún hoy alguno de sus habitantes me saluda por ese nombre haciéndome sentir de inmediato un reencuentro vivo con el pasado. Muchas veces cené en las distintas casas de los trabajadores vinculados a la Marysol, de grata recordación era cuando en la dieta que preparaban, por mi origen italiano incluían espaguettis con salsita de achiote como sustituta de la salsa de tomate.
En compañía de adultos, mi padre me permitía asistir a los partidos de béisbol en el diamante de la María, recuerdo entre aquellos grandes peloteros al venezolano Dalmiro Finol, los norteamericanos Nakamura, Horace Garner, el cubano Antonio "Loco" Ruiz y  los colombianos "Chita" Miranda y el "Rocky" Núñez.

Continuará...
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Foto de Dalmiro Finol, beisbolista, tomada prestada de elzulianorajao.com 

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